Cuatro Mujeres para Marcello
Presencia de arquetipos en "La Dolce Vita"
1 de diciembre de 2025
Carlos Gustavo Jung dijo que cuatro símbolos femeninos edifican la vida afectiva del hombre. Son Eva, Helena, María y Sofía. La vida puede verlas encarnar en cantidad y orden diverso, no necesariamente como únicas ni sucesivas, pero cualquiera sea el destino de cada varón, ninguna ha de faltarle. Bendición y condena que Federico Fellini, con trazo expresionista, dibuja sobre la vida de uno de sus personajes mayores: Marcello Rubini (Marcello Mastroianni), el ambiguo héroe de “La Dolce Vita”. El universo de la mujer es el misterio preferido y el insumo inextinguible del director italiano. Trasciende largamente a esta película de 1960, pero luego de verla una vez más, siento que la distinción simbólica junguiana me resulta en ella más nítida y expresa. No ignoro que esta remisión a las categorías del controversial psicólogo suizo se tiende entre la intuición de una correspondencia fundada y la sospecha de una imposición arbitraria. Mi texto, en adelante, debería saldar esa disyuntiva:
SYLVIA (ANITA EKBERG) ES EVA
Fundación y totalidad. Eva inaugura la vida y la provee, es numen biológico y simbólico. Madre de los tiempos sagrados y los terrenales. Sus infinitos partos abren también la dirección erótica, le imprimen los significados a cada cuerpo. Cabalmente freudiana, es la transición entre la necesidad y el deseo, el paso de la indivisión a la identidad. Y fundamentalmente, Eva es la deuda. Siendo universal y primigenia, habita parcialmente en todas las mujeres sin que en ninguna de ellas llegue a completar su entidad. Es como una diosa sorda que primero se retira del mundo y después nos pone a buscarla, una especie de verdad insoslayable y burlona. En la ficción de Fellini, el tópico lo ocupa Sylvia, la estrella sueca que llega a Italia para participar en una película. Exuberante e impostada al servicio de su mito público, Fellini la trabaja como una máscara evidente del fenómeno de Marilyn Monroe. El suceso devora de inquietud a Marcello Rubini (Mastroianni), buen proyecto de escritor degradado voluntariamente en cínico periodista del espectáculo que recorre la Via Appia procurando chismes para el escandalo junto al agresivo fotógrafo Paparazzo. Voluptuosa y teatralmente rubia, de presencia potente e inconstante, Sylvia le es presentada a Marcello en una cena de la farándula. Naturalmente, él la persigue durante una equivoca y larga noche romana. El itinerario que culmina con ambos internándose en las aguas de la Fontana de Trevi tiene un ritmo fallido: Marcello se deslumbra, ella se ríe. El seductor se vuelve mendicante y menor. Él quiere abordarla -o eso cree- mientras ella va de capricho en capricho, ajena a las pretensiones del encendido cortejante. Baja del auto para escuchar los extraños rumores de la noche, se ocupa de un gatito abandonado en la soledad de las calles. Coquetea confusamente con Marcello, pero su paso escurridizo no es egoísmo, sino amplitud. Tal como él mismo se lo dirá en tono de tributo, ella es demasiado. Los labios de Marcello se acercan a los de Sylvia, sus manos la rozan, su cuerpo se aproxima. Pero no la besa ni la abraza ni la posee, tan solo la admira. Su deseo se va transformando en una forma de nostalgia. Su devoción alcanza esa certidumbre: “Sylvia… ¿Quién eres? Eres todo: la primera mujer del primer día de la creación, la madre, la hermana, la amante, la amiga, el ángel, el diablo, la tierra, la casa…” La casa, si, ese imaginario donde se quisiera estar siempre y que sin embargo deviene un perpetuo no lugar, el del retorno tan anhelado como impracticable. Quizá sea también -para Marcello Rubini y para todos- una esperanza erguida por el solo aval de la incertidumbre: Que Eva o lo que ella signifique nos aguarde también al final del recorrido. Eso sería ella finalmente, una madre que nos abandona mientras nos colma de promesas. Un tiránico prodigio y una dulce estafa.
MADDALENA (ANOUK AIMEE) ES HELENA
La belleza de Helena condujo a la guerra. Por ella pierde el hombre la cabeza y así como trajo la caída definitiva de Troya, su encanto introducirá el caos en la vida del hombre. Ella es la dueña mayor de lo irresistible: del placer. Es la radiante libertad del cuerpo que ha dejado atrás la paz amniótica para zambullirse en la perturbación pendular de la sensualidad. Es el exterior y el salto, la cima y el abismo. La embriaguez que provoca su amor es insostenible, porque es furor y fugacidad. El arma motriz de su atractivo es la insatisfacción. Aunque sea generosa, su clave oculta será finalmente materialista y cruda. No cuenta con eufemismos para la soledad que acecha detrás de cada éxtasis. En “La Dolce Vita”, Helena es el personaje de Maddalena, una mujer refinada, excesivamente rica y aburrida. Pasea con Marcello en su imponente Cadillac descapotable y se detiene cerca de la Piazza di Spagna. Entre sus calles llovidas y desoladas, escucha hablar a dos prostitutas. Maddalena le ofrece a una de ellas (Liliana) conducirla hasta su casa en las afueras de Roma. Sorprendida, la mujer acepta, aunque les advierte que es un lugar precario. Llegados al departamento del austero monoblock, Maddalena lleva a Marcello al cuarto de Liliana para tener sexo allí. Desconcertada, la prostituta prepara café comprendiendo que esta vez le toca alquilar la cama en vez del cuerpo. Maddalena se excita con estas extravagancias y ya le ha confesado a su amante que solo encuentra tensión cuando hace el amor. Todo lo demás es hastío. Marcello, que convive infelizmente con Emma, quiere creer que Maddalena podría ser su compañera ideal, le habla de hijos y de matrimonio, pero en realidad se miente porque busca convertirla en lo que no es. Maddalena es honesta: “Quisiera casarme contigo, Marcello, cuidarte, serte fiel, y al mismo tiempo, divertirme como una puta”. Helena, queda claro, es un hiato sin descanso entre su potencia y su faltante. Una fluida delicia y un permanente desgarro.
EMMA (YVONNE FURNEAUX) ES MARIA
María es la compañera, la esposa, el domicilio. No en vano su representación más robusta la erige como la antítesis de lo pecaminoso. Por eso es también el castigo y la culpa. La reconvención y los celos. María acompaña y es fiel, pero también exige y controla. Es una casa, pero es una casa que tiende a cerrar las puertas. Es la seguridad y es el alto precio de la seguridad. Su pureza es blanca, pero su blancura puede ser devastadora. Es el alimento y la mañana, el mandato. María lo entrega todo y también lo quiere todo. En “La Dolce Vita” este arquetipo es Emma, la estoica novia de Marcello, quien sostiene una frustrante convivencia con el periodista, siempre ausente por excusas de trabajo. Su primera aparición en la película proviene de un llamado que le hacen a Rubini avisándole que Emma ha intentado suicidarse. Su tipo de amor posesivo y dramático, merma su natural belleza, la aborta. Ella no entiende la falta de correspondencia en la consagración al otro, la crónica infidelidad de Marcello. Pero está muy lejos de resignarse, nació para luchar. Cree que cambiará a su novio con reproches, lo acusa de no tener corazón, lo persigue. Lo acosa con bananas y huevos duros, lo aconseja y lo cansa. Ella detesta las actividades de Marcello tanto como los infatuados personajes que suelen rodearlo, porque su mundo es más prieto e inmediato. Es excesivamente profana, no quiere vuelos. Secretamente voraz, Emma se permite creer en el amor, entendiendo que el amor implica una serie de derechos sobre alguien. Así lo demanda a cada paso hasta que una noche Marcello se harta y estalla: “Eres maternal, asfixiante, quieres hacerme vivir como un gusano, me das asco”. La baja del auto y la deja sola en una ruta. Al rato regresa a buscarla, vuelven a la casa y hacen el amor fogosamente. Emma es demasiado terrenal para él, pero es mucho más fuerte para vivir, más apta. Carga en ello el signo mismo de María: amparo y prisión, un cálido continente y un cerco afilado.
PAOLA (VALERIA CIANGOTTINI) ES SOFIA
Sofía es la más simbólica de todas, la menos figurativa. Es mediación, vehículo, camino. No es una diosa con iconografía propia ni la suma abstracta de todas las mujeres. No es residual ni acumulativa. Su rango es lábil y ascendente, ella es el acceso sugerido, el sustrato final de las mujeres conocidas y la más importante por conocer, la que nunca se ha intentado seducir: la sabiduría. Sofía está en el Banquete de Platón, en la escalera del amor, que comienza con la apreciación de la belleza física para ascender a la belleza del alma y finalmente a la belleza en sí. El nacimiento, la lactancia, la atracción, la diferencia, el despertar, el encanto, el desencanto, la unión, la separación, la felicidad, el dolor, el reconocimiento, el olvido, el rencor y la gratitud. Todo lo importante lo aprende el hombre a través de una mujer. En esa experiencia están, si se los quiere ver, los mensajes de la vida formando un código legible. Sofía no es difícil, lo difícil es decidirse por ella. En la película, Paola es esta perfecta mediadora, por todo aquello en lo que difiere de Marcello. Es una adolescente casi niña. De tez angélica y oval, podría haber sido pintada por Van Eyck o Botticelli. Pero su belleza radica en su abrumadora sencillez. Sirve en un quincho sobre la playa de Ostia y es la única mujer que Marcello no ha salido a buscar, simplemente se la ha encontrado. Un soleado mediodía, el periodista está escribiendo mientras Paola canturrea y va colocando los platos en las mesas vacías. Marcello le pide de mal modo que haga silencio. Paola accede. Marcello se da vuelta y la mira, más bien la descubre. Siente curiosidad, le hace preguntas. La niña es oriunda de Perugia, viene de las colinas centrales de Italia. Trabaja para ayudar a su padre, pero lo hace todo con una sonrisa invencible. Su frescura no es exactamente inocencia, es armonía, acuerdo fácil con su propia suerte. No posee la ilustración de los intelectuales que Marcello frecuenta y se debaten a menudo entre el tedio, el vicio y el suicidio, pero parece atender la sentencia de Seneca: “Uno irá a caballo de su destino o arrastrado a los tirones por él”. De pronto, el periodista se conmueve ante ese rostro luminoso y esa edad ancha en posibilidades. Paola aún no ha arruinado su vida, es como su espejo invertido. Absorto, deja de escribir. Paola, con gracia, le pide permiso para volver a poner la música. El periodista accede y empieza a entender. Fellini nunca nos muestra a ambos en un mismo encuadre, lo que no parece casual. Marcello volverá a encontrar a la niña, de manera figurada u onírica, hacia el final de la película. Una mañana que desemboca en la playa, al cabo de una noche agria, cansado y algo borracho, la ve -o cree verla- al otro lado de una entrada del mar. Paola le dice algo que Marcello no puede escuchar. Él le devuelve un gesto resignado y amable, como aclarando que su sordera proviene más de la imposibilidad que de una negativa voluntaria. Marcello sabe que no quiere saber y ella lo entiende, por eso le sigue sonriendo. El gesto de la niña mujer sugiere que siempre lo podrá esperar, aunque sea en vano. Ahí está realmente Sofía, en esas inmediaciones de la vida, en un olvidado quincho de Ostia, o como decía la filosofía antigua, en el mercado. No es algo oscuro ni inalcanzable, es llano y claro como Paola. La sabiduría -debe haber pensado Jung y también Fellini- es la segunda fecundidad del universo femenino, la más sutil.